Inmediatamente del apresamiento de Riego y sus compañeros en el cortijo de Baquerizones, por parte del alcalde de Arquillos, apareció el comandante realista de armas de la misma localidad, José Antonio Araque, decidiendo éste el traslado de los prisioneros a aquel pueblo, haciéndolo los cuatro montados en sus propios caballos y rodeados por los que los habían capturados, todos ellos con las armas cargadas y prestas a utilizarlas ante cualquier eventualidad de fuga. Una vez en Arquillos, los liberales pasaron a una habitación en el interior de la llamada “Casa del Comandante”, que todavía existe con escasos cambios en su fachada. Fue justo allí, en 2016, donde la reconstrucción del Regimiento de Infantería de Málaga, de la Asociación Torrijos 1831, colocó una corona de laurel en la puerta, con la presencia y colaboración del alcalde de Arquillos. Un sencillo acto, en memoria de la defensa del sistema constitucional que Riego defendió en su vida.
Un traslado convertido en un infierno.
Lo que históricamente vino después del ingreso de Riego y sus compañeros en la casa del comandante de Arquillos, fueron unos días horribles para los detenidos. A la mañana siguiente fueron trasladados a La Carolina. Una milla antes de llegar a esa localidad, salió una muchedumbre para, en medio de fuertes insultos y gestos soeces, maltratar a los prisioneros. Su cabecilla gritó varias veces “¡Viva el rey absoluto!”. Éste, que, al parecer, conocía a Riego, le amenazó con un sable si no gritaba lo mismo, le atravesaría con el arma. Riego le respondió secamente.”No lo puedo hacer, soy miembro de las Cortes”. Intervino el comandante francés que allí se encontraba para recibir a los prisioneros con una fuerte escolta de caballería, diciéndole a aquel energúmeno “¿Qué derecho tiene usted de insultar al general?, está desarmado, no obstante yo tengo una espada, y si no se comporta usted mejor verificaré su bravura!”. El rufián se calló. Sin embargo, el griterío continuó por parte de la muchedumbre con “¡Matarlos, asesinarles, son judíos, jacobinos, herejes…!”. Riego y sus compañeros no fueron ejecutados en esos momentos por el amparo que les dieron los militares franceses. Los liberales fueron ingresados en los calabozos de la Carolina. El intendente dijo que fueran encerrados en calabozos individuales. Ensañándose con Riego, lo introdujeron en uno que, previamente, había sido utilizado como letrina por algunos ladrones encarcelados. Según Matthewes, ayudante de campo de Riego, “…, era el agujero más nauseabundo en el que jamás persona humana haya entrado, y sus emanaciones más que suficientes para producir cualquier enfermedad”. En la Carolina los prisioneros fueron desnudados en varias ocasiones y sufrieron degradaciones continuas. Les vendieron los caballos y la muda interior que llevaban en reserva, así como los escasos objetos personales que todavía portaban. En dos coches tirados por caballos, fueron llevados a Bailén. Allí volvió a recibirles una turba encabezada por curas, frailes y monjas, insultándoles de nuevo. Tras la pernocta, la conducción para salir de Bailén, cambió para los prisioneros. Los metieron en unas pésimas carretas cuyos hierros de los ejes, con el traqueteo, producían un ruido ensordecedor que no les permitió poder dormir lo más mínimo. Con un linchamiento moral llevado hasta el extremo, muy mal alimentados, con escasa agua para saciar la sed, y los cuerpos encadenados y entumecidos, aquellos hombres fueron insultados, convertidos en blancos de escupitajos y recibidos con patadas, mientras pasaron por pueblos como Guarromán, Santa Elena, Almuradiel, Santa Cruz de Mudela, Valdepeñas (aquí especialmente duro el maltrato), Manzanares, Villarta, Puerto Lápice, Madridejos, Tembleque, La Guardia, Ocaña y Aranjuez. Los prisioneros, con cuerpos y mentes atormentadas, estaban cubiertos de polvo, sucios hasta el extremo, demacrados y con barbas, y exhaustos en medio de un calvario, casi indescriptible, de muchos días. En Valdemoro se hizo la penúltima parada, saliendo para Madrid a las tres de la mañana. Era el 2 de octubre de 1823. Los prisioneros esperaban que llegando a la capital muy de madrugada, la turba que, habitualmente, solía darles la “bienvenida”, no saldría. Pero allí apareció de nuevo, otra vez encabezada por curas, frailes y monjas, con gritos ensordecedores y exaltados contra la Constitución y los liberales, a los que daban todo tipo de insultos. De nuevo la presencia de un fuerte contingente francés evitó un linchamiento con resultado de muerte. A las nueve de la mañana, Riego y sus tres compañeros fueron ingresados en los calabozos del Real Seminario de Nobles. Acababa un infierno para comenzar otro, más ladino e insufrible, en manos de las autoridades absolutistas, que de nuevo regían los destinos de nuestro país, pues sin Constitución quedaron derogados derechos, tanto en lo relativo a la prisión como en algo tan necesario como un proceso judicial.